Un drama vertical rodado a ciegas
Aunque una ya entra en los dramas verticales sabiendo perfectamente a qué juega, aceptando de antemano un determinado contrato tácito como espectadora —clichés recurrentes, ritmos acelerados, traumas encadenados, romances que nacen en cinco minutos y conflictos que se resuelven en dos—, en este caso la experiencia se convierte en algo distinto, no por exceso del género, sino por pura falta de estructura, como si hubiesen decidido que bastaba con ir arrojando tópicos a la pantalla sin siquiera molestarse en hilarlos. Cada escena parece filmada con la única intención de añadir un problema más al montón, un nuevo abuso, una nueva amenaza, un nuevo giro que no gira hacia ninguna parte, como si la acumulación fuese suficiente para generar tensión, cuando en realidad lo único que genera es desconcierto y agotamiento, porque nada sigue un orden dramático reconocible y nada responde a un porqué narrativo, sino a una especie de improvisación perpetua.
Se tiene la sensación constante de que no hay guion, o de que hay un guion escrito a medias y luego dejado a la deriva, con los actores entrando y saliendo de escena como si les hubiesen dado instrucciones vagas —«haz algo dramático», «ahora mírala como si te molestara», «pon cara de obsesión»— sin una sola guía emocional coherente. En un drama vertical una acepta ver clichés, pero espera al menos que estén colocados con cierto sentido, que haya una lógica mínima, una ilusión de progresión, una atmósfera sostenida; aquí, en cambio, todo parece ensamblado a trompicones, sin intención y sin un objetivo claro, y la suma de tropos acaba pareciendo una lista de verificación más que una historia.
De ahí que este drama no solo resulte fallido, sino especialmente frustrante: no porque rompa las reglas del género, sino porque ni siquiera las sigue con un mínimo de oficio. Parece rodado a ciegas, escena tras escena, en un caos que pretende pasar por intensidad. Y no lo es. Es simplemente ausencia total de estructura.
Se tiene la sensación constante de que no hay guion, o de que hay un guion escrito a medias y luego dejado a la deriva, con los actores entrando y saliendo de escena como si les hubiesen dado instrucciones vagas —«haz algo dramático», «ahora mírala como si te molestara», «pon cara de obsesión»— sin una sola guía emocional coherente. En un drama vertical una acepta ver clichés, pero espera al menos que estén colocados con cierto sentido, que haya una lógica mínima, una ilusión de progresión, una atmósfera sostenida; aquí, en cambio, todo parece ensamblado a trompicones, sin intención y sin un objetivo claro, y la suma de tropos acaba pareciendo una lista de verificación más que una historia.
De ahí que este drama no solo resulte fallido, sino especialmente frustrante: no porque rompa las reglas del género, sino porque ni siquiera las sigue con un mínimo de oficio. Parece rodado a ciegas, escena tras escena, en un caos que pretende pasar por intensidad. Y no lo es. Es simplemente ausencia total de estructura.
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