Un drama vertical rodado a ciegas
Aunque una ya entra en los dramas verticales sabiendo perfectamente a qué juega, aceptando de antemano un determinado contrato tácito como espectadora —clichés recurrentes, ritmos acelerados, traumas encadenados, romances que nacen en cinco minutos y conflictos que se resuelven en dos—, en este caso la experiencia se convierte en algo distinto, no por exceso del género, sino por pura falta de estructura, como si hubiesen decidido que bastaba con ir arrojando tópicos a la pantalla sin siquiera molestarse en hilarlos. Cada escena parece filmada con la única intención de añadir un problema más al montón, un nuevo abuso, una nueva amenaza, un nuevo giro que no gira hacia ninguna parte, como si la acumulación fuese suficiente para generar tensión, cuando en realidad lo único que genera es desconcierto y agotamiento, porque nada sigue un orden dramático reconocible y nada responde a un porqué narrativo, sino a una especie de improvisación perpetua.Se tiene la sensación constante de que no hay guion, o de que hay un guion escrito a medias y luego dejado a la deriva, con los actores entrando y saliendo de escena como si les hubiesen dado instrucciones vagas —«haz algo dramático», «ahora mírala como si te molestara», «pon cara de obsesión»— sin una sola guía emocional coherente. En un drama vertical una acepta ver clichés, pero espera al menos que estén colocados con cierto sentido, que haya una lógica mínima, una ilusión de progresión, una atmósfera sostenida; aquí, en cambio, todo parece ensamblado a trompicones, sin intención y sin un objetivo claro, y la suma de tropos acaba pareciendo una lista de verificación más que una historia.
De ahí que este drama no solo resulte fallido, sino especialmente frustrante: no porque rompa las reglas del género, sino porque ni siquiera las sigue con un mínimo de oficio. Parece rodado a ciegas, escena tras escena, en un caos que pretende pasar por intensidad. Y no lo es. Es simplemente ausencia total de estructura.
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Un descenso áspero al submundo del tráfico de órganos que no cumple todo lo que promete,
«Organ Child» es un thriller taiwanés que se adentra en un territorio áspero, casi viscoso, donde la violencia no es un espectáculo sino un recordatorio incómodo de hasta qué punto puede pudrirse una sociedad cuando el cuerpo humano se convierte en moneda de cambio, y aunque la película arranca con una premisa poderosa —la desaparición y posterior destino trágico de una niña, el derrumbe emocional y social de su padre, la inmersión en un submundo de tráfico de órganos que funciona como engranaje perfecto de horror—, lo cierto es que la ejecución oscila entre la ambición visual y la irregularidad narrativa, dejando claro desde el primer acto que el film apunta alto pero no siempre llega a su propio listón.
La atmósfera está construida con precisión: luces cenitales que convierten los rostros en máscaras sin alma, la suciedad moral de los sótanos donde el protagonista lleva a cabo su venganza, y una paleta cromática que enfrenta la vida cálida del pasado con el verdor enfermo del presente, detalles que dotan al conjunto de un peso sensorial que invita a involucrarse más allá del simple consumo de acción. Sin embargo, esta potencia estética convive con un guion que va soltando piezas como quien vacía un cajón desordenado: personajes introducidos para desaparecer sin eco, antagonistas reducidos a funciones de trama sin consistencia interna, giros que buscan mayor impacto del que realmente generan y un protagonista cuya rabia es entendible pero no del todo palpable porque la película decide mostrar su dolor más como un punto de partida que como un proceso transformador.
La historia funciona mejor cuando se entrega al thriller puro, con escenas de confrontación secas, rodadas con una brutalidad sin florituras y un ritmo que, por momentos, recuerda al mejor cine de venganza asiático; pero cada vez que intenta elevarse hacia un comentario moral o un retrato emocional profundo, pierde precisión y se dispersa en subtramas que pedían más desarrollo del que reciben. Aun así, es innegable que «Organ Child» tiene intención, tiene garra, y tiene momentos que se quedan en la memoria precisamente porque no suavizan nada: aquí la violencia no está envuelta en glamour, y el dolor no se explica con música melosa ni miradas clavadas en el horizonte.
No es un film para públicos que exigen todo masticado ni para espectadores con alergia a las zonas grises; es una obra áspera, sucia y en ocasiones torpe, pero también valiente dentro de su contexto, capaz de construir imágenes potentes incluso cuando la estructura narrativa se tambalea. Si uno acepta sus limitaciones y abraza su crudeza, la experiencia se vuelve más sólida, aunque siempre con la sensación de que, con un guion más afinado, podría haber sido una película realmente devastadora y no solo un thriller oscuro con destellos de grandeza.
Para quien busque un entretenimiento ligero, cariños no hay: aquí no lo va a encontrar. Para quien soporte historias incómodas que arañan aunque no siempre golpeen donde duele, «Organ Child» puede valer la pena, pero es justo advertir que la película nunca alcanza todo aquello que promete y se queda, como tantas otras propuestas interesantes pero irregulares, en un seis sólido que justifica el visionado, aunque no lo sacralice.
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La fantasía, el duelo y la edad: un triángulo perfectamente imperfecto
“Mom! Don’t Do That!” es la típica serie que parece una cosa y acaba siendo otra muy distinta. Se presenta como dramedy ligera, colorida y doméstica, pero bajo ese barniz amable late una historia mucho más seria sobre el duelo, el paso del tiempo, el miedo a envejecer, las expectativas sociales que pesan sobre las mujeres y ese modo tan taiwanés de quererse a través de regaños, ironías y reproches que a veces lastiman más que ayudan. No es una comedia cómoda, sino una obra híbrida que se mueve entre géneros con la misma inestabilidad emocional que viven sus protagonistas.La serie adapta las memorias de Chen Ming-Min, lo cual explica su estructura fragmentaria, su ritmo irregular y esa sensación de que cada episodio pertenece a un capítulo distinto de una vida real, no a un guion cuidadosamente pulido. A veces el tono cambia de forma abrupta, pero esa imperfección es coherente con el material de origen: la vida no se organiza en actos dramáticos, y la serie renuncia a disfrazarlo.
El corazón de la historia son las tres mujeres de la familia Chen:
• Chen Ru Rong (Alyssa Chia), profesora de chino, escritora de novela romántica y absolutamente desinteresada en el romance real. Es una mujer que ha decidido vivir sola sin convertirlo en una tragedia, aunque arrastre un bloqueo emocional que nunca menciona.
• Chen Ruo Min (Alice Ko), la hermana menor, atrapada en una relación tóxica y en una dependencia emocional que intenta ahogar en alcohol.
• Wang Mei Mei (Billie, magnífica), una viuda de sesenta años que decide volver a amar a pesar del juicio ajeno, la sombra idealizada de su marido muerto y el tabú cultural que envuelve el deseo femenino en la madurez.
Uno de los aspectos más brillantes de la serie —y el que más merece destacarse— es el uso que se hace de la imagen de Wu Kang Ren. No aparece como personaje real, sino como fantasía, proyección, espejo del deseo idealizado de Ru Rong. La serie convierte a Wu Kang Ren en el “hombre perfecto” de las portadas de sus novelas románticas. Es una figura que solo existe dentro del imaginario de una mujer que escribe sobre el amor pero no confía en él.
Este recurso funciona en tres niveles:
Nivel meta:
El espectador taiwanés conoce bien a Wu Kang Ren; es un rostro emblemático del drama local. Verlo convertido en modelo estándar de fantasía romántica es un guiño divertidísimo (y bastante ácido) al mercado editorial del romance y a la forma en que la industria fabrica “hombres perfectos” a golpe de Photoshop y tópicos.
Nivel narrativo:
Cada vez que Ru Rong se refugia en su imaginación, Wu Kang Ren aparece como símbolo de lo que ella desea sin admitirlo. No es solo un hombre guapo: es la forma que adopta su necesidad afectiva cuando se niega a reconocerla. Sus gestos exagerados tienen intención, no son parodia gratuita; son indicadores narrativos de que ese “amor perfecto” no existe fuera de su cabeza.
Nivel emocional:
Mientras Ru Rong escribe romances que nadie compra porque se niega a vender sexo fácil y clichés, su mente crea un hombre imposible que no puede decepcionarla. La serie sugiere, con bastante sutileza, que idealizar es más seguro que arriesgarse a sentir por alguien real. En cierto modo, Wu Kang Ren encarna ese miedo: es tan perfecto que es inalcanzable, y por eso es cómodo.
El resultado es un comentario muy lúcido sobre el escapismo emocional, la autoexigencia afectiva y el cansancio que provoca sobrevivir tantos años sin permitirte ser vulnerable. No es casualidad que las escenas en las que aparece Wu Kang Ren tengan un tono distinto, casi onírico; funcionan como una cápsula estética dentro de la serie, un espacio donde Ru Rong puede respirar lo que no dice.
En contraste, la trama de Mei Mei funciona como espejo inverso. A sus sesenta años decide lanzarse a la piscina del romance real, no el imaginado, aunque eso implique pasar por una sucesión de citas absurdas que mezclan humor, vergüenza ajena y crítica social. La serie no la ridiculiza, la acompaña. Y también muestra, con una honestidad inesperada, que a su edad las amigas empiezan a desaparecer porque la muerte las visita de forma más frecuente. Esa conciencia de finitud convierte su búsqueda de amor en un acto profundamente vitalista.
La relación entre las tres mujeres es un retrato muy auténtico de la familia taiwanesa contemporánea: afecto expresado como regaños, preocupación disfrazada de crítica, cercanía que casi siempre se manifiesta a través de la exasperación. Son tres mujeres que se irritan, se hieren, se juzgan y aun así se sostienen sin pensarlo.
No es una serie perfecta. El ritmo fluctúa, algunas subtramas se sienten breves o poco profundas y la transición entre tonos puede desconcertar. Pero incluso sus fallos son parte de su atractivo: es una serie que se atreve a hablar del deseo femenino maduro, de la soledad, de la familia como espacio imperfecto y de la dificultad real de empezar de nuevo. Y lo hace sin moralinas, sin victimismos y sin reducir a sus personajes a caricaturas.
¿La recomiendo?
Sí, especialmente para quienes quieran ver un retrato honesto y poco habitual de mujeres que viven, desean, se equivocan y vuelven a empezar sin pedir permiso. No es la comedia ligera que parece; es mucho más. Y la figura constante de Wu Kang Ren, ese ideal imposible (y al final imperfecto) creado por Ru Rong, convierte a la serie en algo mucho más inteligente de lo que aparenta.
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